Su belleza tiene el orden medido del Egeo y es única en su género. Sus calles estrechas, que suben y bajan como notas musicales, están empedradas con cantos rodados pulidos por el mar. Por ellas no circulan los coches, pues su angostura apenas permite que se crucen dos cabalgaduras. Blancas casitas cúbicas coronan su recoleto puerto, ascendiendo por las laderas hasta la acrópolis. La primera impresión resulta mágica, y recuerda el encanto de las Cícladas. Aquí, no hallará el visitante portadas medievales ni palacios de maestres de la Orden de San Juan; pero Lindos tiene su propia belleza, su propia historia y sus propios fieles. Lindos conserva el aura de otros tiempos. La riqueza de su pasado sorprende a cada paso: disfrutando del atardecer desde la acrópolis, divisando la ciudad desde la “Tumba de Cleóbulo”, trasponiendo el umbral de alguno de los palacetes de navieros, o escuchando contar a la gente anécdotas del tiempo en que atracaba en este puerto el yate de Onassis. Todo el barrio antiguo ha sabido conservar su singularidad arquitectónica. No ha pasado el tiempo por sus blancas casas de techumbre plana ni por sus hermosas callejuelas empedradas.